Antes que termine el año, nos arrodillamos ante sus ojos acostumbrados al invierno. Y abrazamos sus ejemplos de ternura y coraje.
Antes que termine el año, las evocamos generosas y buenas; sacrificadas y limpias.
Allí están: la que amamanta todos los colores del amor, y la madre inmigrante que lleva a su pequeño por el camino de los sueños.
Allí están: la joven norteña que busca con su changuito la bendición de los cerros, y el rostro antiguo de la abuela aimara, con su acullico de siglos vigilando la meseta andina del Lago Titicaca, desde las primaveras precolombinas.
Y aquí, muy cerca, a orillas del pariente del mar, las ladrilleras de Santa Elena, con el artesano empeño de levantar paredes para el pueblo.
Ellas, y las enfermeras del sanatorio, que cada 21 días me ayudan a sanar el cuerpo y el alma.
Ellas, y las vacunadoras de la Escuela Hogar, que a la sombra de los árboles con historia, entregan con alegría su sabiduría y su cariño.
Ellas, y todas las mujeres sencillas, que como mi madre, después de las madrugadas del tambo, servía el puchero, cantaba en la máquina de coser, y nos vestía de caricias campesinas para que luciéramos orgullosos en el patio con bandera.
Ellas, las compañeras hermosas de todos los tiempos que, como Hamlet, siempre tuvieron algo de hoy para mañana.
Y lo supieron dar «para regar las plantas, para cortar la leña, para encender el fuego, para ganar la lucha.
Y para que tuviéramos paz».
ROBERTO ROMANI
